Recuerdo el primer beso
que me diste
bajo el zaguán rojo
afuera de la casa
de tu padre.
Llovía.
Estábamos tarde para la cena
y estábamos empapados.
Adentro, sabíamos,
nos esperaban tus padres enojados.
Pero reíamos, encantados
después de haber pasado
un día mágico.
Te quedaste, de pronto, seria.
Te acercaste a mí
y sin decir palabra
me besaste.
Nos quedamos un rato más ahí,
mojándonos y llenándonos de besos.
No era la cobardía la que
nos impedía entrar,
sino el deseo de besarnos más.
Finalmente, fue dejando de llover
y entramos a la casa de tu padre
tomados de la mano
riendo, enamorados,
mientras él, desde la sala,
comenzaba ya a gritar.
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